El uso de combustibles de origen orgánico hace tiempo que dejó de ser ciencia ficción. Las investigaciones avanzan a pasos agigantados y los biocombustibles de última generación permiten su uso en sectores en los que su utilización era impensable hace apenas unos años.
El ejemplo es el acuerdo recientemente firmado entre la petrolera Cepsa y el Grupo Iberia. Un acuerdo destinado a aunar fuerzas en el desarrollo e implantación de biocombustibles en el sector aeronáutico. Es un paso de gigante hacia la descarbonización de un sector siempre en la cuerda floja en ese sentido, como es el de la aviación.
En otros sectores, sin embargo, el empleo de biocombustibles no es nada novedoso. Ahí están los vehículos que funcionan mediante bioetanol o biodiesel. Pero la necesidad de rebajar la huella de carbono sigue siendo el aliciente para que la industria investigue nuevos tipos y aplicaciones de este tipo de combustibles más ecológicos.
Los biocombustibles se obtienen a partir de recursos naturales o de residuos orgánicos, tanto de origen vegetal como animal. Entre ellos se pueden mencionar desde desechos agrícolas y forestales a subproductos del maíz, el trigo, el azúcar o ciertas semillas oleaginosas.
Estos materiales se someten a un proceso termoquímico o bioquímico que da como resultado esos productos de elevado poder energético que conocemos como biocombustibles. Dentro de ellos, por otra parte, se puede hablar de diferentes tipos o, más bien, generaciones.
Los biocombustibles de primera generación (biodiésel y bioalcohol) se producen con materias primas que también sirven de alimento, es decir, aceites vegetales, maíz, remolacha, etc. Aunque con ventajas respecto a carburantes tradicionales, generan polémica por la posibilidad de afectar al suministro de alimentos, de incrementar su coste o por el riesgo que para la biodiversidad podrían entrañar.
Para hacer frente a estos riesgos se desarrollaron los biocombustibles de segunda generación. La diferencia con los anteriores es que se producen a partir de cultivos que no están destinados a la alimentación o de residuos procedentes de cultivos (desde cáscaras y vainas a residuos agroindustriales o virutas de madera). Entre esos biocombustibles se encuentran los furanos y las lactonas.
Aunque los biocombustibles de segunda generación ya se consideran avanzados, se está investigando y trabajando en una generación nueva, la tercera. En este caso, la materia prima son las algas. Sin embargo, es un tipo de combustible biogaseoso que aún está en proceso de desarrollo.
Los biocombustibles tienen unas emisiones netas de CO2 que se consideran nulas. Las que producen se absorben de inmediato por la biomasa. En otras palabras, se equilibran con el dióxido de carbono que absorben las plantas, las mismas que representan materia prima de este tipo de combustibles.
Por lo tanto, la extensión en el uso de biocombustibles y ese nuevo modelo energético es un paso fundamental en el camino hacia la transición ecológica y la reducción de la huella de carbono. Y ya se ha recorrido parte de ese camino. De hecho, según el Barómetro de Biocombustibles 2020, del Euroobservatorio EurObserv’ER, solo en 2019 el consumo de biocombustible creció en la UE un 6,8 %.
Potenciar el uso de biocombustibles es, precisamente, una de las grandes líneas de actuación del Pacto Verde Europeo. El objetivo es ambicioso: conseguir reducir las emisiones netas de gases de efecto invernadero en un 55 % hasta el año 2030 y que los estados miembros sean climáticamente neutrales en 2050.
De momento, continúan las iniciativas para eliminar piedras en el camino y acelerar esa transición. Y ya se han conseguido pequeños logros, como el primer vuelo con biocombustible producido en España con residuos. Un vuelo operado con un Airbus A320neo que logró reducir la emisión de 1,4 toneladas de CO2 a la atmósfera.
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